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Nakawé

A pesar del inmenso ruido en el salón, se podía escuchar el agitado respirar de la gorda Eleonora[1]; estaba sudando y su mirada nada amistosa -que había agarrado después de esas dos experiencias como puta aficionada, en donde solo mamó un par de vergas saladas y al final, se olvidó de cobrar por estar tan alcoholizada- estaba retando y enjuiciando cada uno de sus movimientos.


Nakawé, llevaba un vestido sencillo, de tela suave y lisa y el estampado le daba un toque de elegancia, pero sabía que le favorecía al contonear de sus caderas. Aunque esa mirada le intimidaba y le causaba un cierto miedo, no dudo en cantar más alto y más lindo -cual jilguero en primavera-; no eran tiempos de tener pudor, al fin de cuentas era la época en donde el charlestón estaba sonando y por ende se podía respirar una liberación generalizada. De a poco, se acercó al piano, -nunca lo toco, pero aún sin haber tocado una sola tecla en su vida, siempre soñó en ser profesora de este instrumento-. Al final, opacó de tal manera a la gorda Eleonora que ésta no tuvo más opción que retirarse.


Es claro que nunca llegó a ser profesora de piano, pero con su canto y sus seductoras caderas llegó a conquistar al profesor, o mejor dicho a aquel maestro normalista de ojos verdes y peinado siempre impecable; sin saberlo, esto fue una afrenta de muerte para la gorda Eleonora, quien murió de soledad y con la duda de que si el pito del profesor era salado o dulce[2].


Yo, ya era consciente de la fotografía que colgaba en su sala, en donde ella aparecía vestida de novia; me contó cómo fue su boda y el orgullo que tenia de su vestido y desde aquel día de la boda pasó toda una vida a lado de ese maestro normalista; ese matrimonio le hizo cambiar sus tradiciones -o encontrar sus propias tradiciones como se decía en la aquella época- y por muchos años y a pesar de la pobreza, cada jueves se levantaba en la madrugada y levantaba a sus pequeños para que comieran el primer pozole del día; siempre verde y al estilo guerreo.


En mi infancia, cuando visitaba a Nakawé y al maestro normalista de los ojos verdes, siempre me sentí como si fuese un espectador; como si no perteneciera para nada a estas personas y a su realidad; siempre sentía -o más bien creaba- un algo que me alejaba y me ausentaba del otro, basado en la desconfianza que me había aconsejado mi ser más querido en aquel momento.


Cuando murió el esposo de Nakawé, ella fue consciente de que era un ente único y solitario y tal vez fue el peso de hacerse cargo de su soledad, lo que la llevó a desarrollar una nostalgia idílica del compañero de vida, con sus recuerdos ahora embelesados por la lejanía del tiempo, la memoria esquizofrénica de un corazón abandonado y la necesidad de contarse un cuento que combinara con su rostro siempre sonriente; aquel matrimonio tortuoso, lleno de engaños y alcohol, fue convertido en una especie de cielo aterciopelado con olor a incienso.


El tiempo paso y yo crecí; la veía poco, mis visitas era esporádicas pero hasta cierto punto, podría decir que constantes; a mí me gustaba escuchar su voz -más que sus propias historias-, me gustaba su sonrisa, su sentido del humor y siempre me impresionó su capacidad de poner una buena cara a pesar del sufrimiento y los tragos amargos que toda vida conlleva; sabía que en el fondo ella siempre tenía una nostalgia por haber sido abandonada por su compañero de vida, tenía un constante dolor físico causado por su avanzada edad y una angustia interminable producida por los dos demonios con quien compartía su hogar. Recuerdo que me sentaba junto a ella y le contaba algo de mí, cualquier cosa, y ella, siempre se interesaba, se mostraba orgullosa de mis logros; en fin, me hacía sentir importante. Mi manera de agradecérselo era regalándole monedas conmemorativas de los lugares que visitaba -tenia de Paris, Londres, Barcelona entre otros-, pero recuerdo que en una ocasión le regalé una caja de música que compré en Paris; Nakawé se apresuró y giro la pequeña palanca y la música sonó, “la vie en rose” era la canción, sus ojos brillaron y ella comenzó a cantar. Ese día me quedó claro por qué la gorda Eleonora había sido opacada.


Así pasaron los años y la carne se envejeció aún más y se extinguía rápidamente; ya en sus últimos meses cayó enferma.


De pronto me vi sentado en una silla de plástico naranja, era incomodísima y un tanto distante de Nakawé quien yacía en la cama de un hospital público, la noche era fría y el aire se colaba por todos lados; yo estaba cansado e intentaba no quedarme dormido -sé que cuando llego a dormir, prácticamente nada logra levantarme-; y justo en esa batalla por mantener los ojos abiertos, escuché su voz:


-Mijito, tengo dolor en la espalda


Fui presuroso a ayudarla, y la levante un poco, le sobé la espalda; recuerdo perfectamente que mi sensación era como si estuviera levantando un saco de huesos; ella tenía una debilidad profunda, sus arrugas texturizaban todo su cuerpo y su temperatura era aún más helada que el viento que se colaba a la habitación; yo sobé su espalda por un buen rato, trataba a toda costa de aliviar su dolor, aunque esto me causaba tal tristeza que sentía que mi corazón se secaba y se desmoronaba. Cuando abrió sus ojos, lo primero que recordé era aquel poema que recitaba en medio de una canción cuyo título no recuerdo:


- “Y no encontrando prenda más preciosa, se arrancó los ojos, y los postro ante ella”


Posteriormente me sonrió, y ese fue un regalo reconfortante.


Después de esa noche no la volví a ver con vida, muchos fines de semana pospuse mi visita para entregarle una moneda que le había traído de la Sagrada Familia; aun la conservo para recordarme que las cosas que quiero hacer, las tengo que hacer en vida.


Era una noche de un obscuro profundo, y sorteé un largo camino lleno de baches y calles sin sentido alguno, hasta llegar a la funeraria. Así como yo, comenzaron a llegar más familiares, amigos de mis papás y de mis tíos y primos, después llegaron mis amigos y la familia materna también; en algún momento cuando ya éramos bastantes comenzó un rezo, y todos nos agarramos de las manos; repentinamente me di cuenta que Nakawé nos conectaba a todos nosotros; me di cuenta que una parte de mí, lleva su sangre, su carne, su consciencia e incluso sus pecados; también me percaté de lo mucho en común que tengo con mis familiares que hasta ese entonces consideraba lejanos. La energía fluyo; yo tan solo sentía y lloraba, tan solo me encontraba con mi ser.


Toda una noche en vela y de constante llanto, cansa; pero a todo momento le llega su tiempo y era la hora del último adiós antes de llevarla a enterrar; recibí un abrazo de su hijo y fuimos a decirle adiós juntos; cuando la vi en su ataúd, me impresionó la tranquilidad de su cara, pero he de confesar que me pregunté ¿quién la había maquillado?, a mi gusto, un maquillaje muy cargado y con unos labios muy rojos, pero quien era yo para hacer ese juicio en este momento; nos quedamos ahí, junto a ella, mirándola, tristes y acongojados; cuando de repente, del otro lado del ataúd, su bisnieta dejó sonar la caja de música y también tarareaba “la vie en rose”, ella no lloraba y cuando terminó de cantarle tan solo dijo:


-Adiós abuelita, te ves muy bonita.


[1] Personaje inspirado de una breve estrofa de la canción: “No solo en China hay futuro” de Manu Chao en Coronarictus Smily Killer Session. [2] Referencia al escrito “El hombre del pito dulce” de Elena Poniatowska. Dicho escrito aparece en el libro fotográfico “Juchitán de las mujeres” de Graciela Iturbide. Editorial Calamus.







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